LA PROEZA DE VIVIR

LA PROEZA DE VIVIR
Mira siempre con los ojos del niño que fuiste

Sin titulo por el momento...




I

Eran poco más de las siete de la mañana cuando, mi tía, hermana mayor de mi madre entró como alma que lleva el diablo, sin ni siquiera llamar a la puerta, en la habitación de mis padres, y muy nerviosa y entre sollozos, les comunicó que había estallado la guerra en España.

La conmoción que causó la temida noticia no anestesió la metódica mente de mi padre, muy al contrario, pues no habían pasado ni cinco minutos cuando ya nos estaba reuniendo a todos en la cocina de casa René, una gran casa de campo al mejor estilo provenzal, que poseía el esposo de mi tía Cristal, y donde, recuerdo, estábamos, más que alojados, casi refugiados, desde hacía ya varias semanas.

El negocio familiar de mis tíos en aquellos tiempos era la cría y venta de caballos y algunos toros, además de tierras de labranza y algunos bosquecillos de pino mediterráneo y encinas, que solamente utilizaban en esos días para consumo propio. Jamás René llegó a comprar una sola estaca o tablón de madera, ni leña de ningún tipo: utilizaba la suya, como otras muchas cosas. Y aunque no eran estos tiempos propicios para tales explotaciones, ni para casi ninguna otra, la finca era, para casi todo, además de hermosa, autosuficiente.

Yo tenía 17 años y al recibir la orden sobresaltada y vigorosa de mi padre, bajé de inmediato y a medio vestir a la cocina. Sabía que algo grave ocurría. Al entrar estaban ya allí, sentados alrededor de la mesa mis padres y René, con los rostros apesadumbrados, mientras mi tía estaba de espaldas a ellos preparando su aromático café sin acertar a moverse con la soltura que acostumbraba. Me senté donde me indicó mi padre y al momento ella hizo lo mismo con la cafetera temblándole en la mano. Recuerdo que casi se vierte el café encima. Jamás la había visto tan nerviosa.

Mis tíos René y Cristal nos dijeron que no nos preocupáramos, que mientras no se solventaran los problemas en España podíamos seguir viviendo en su casa sin ningún problema ni compromiso, todo el tiempo que fuera necesario, sin límites, pues ahora regresar era además de peligroso una locura, principalmente para mí que estaba en una edad en la que, si la contienda se alargaba, difícilmente me libraría de que me llamaran a filas y, en consecuencia, de luchar en el frente. Mis padres callaban.

Ya hacía varios días que mi padre venía insistiendo, con vehemencia contra la opinión de todos los demás, incluida mi madre, en que regresáramos a Barcelona a terminar de resolver nuestros asuntos. Ahora pienso que él presentía que después sería casi imposible, pero en aquel entonces no terminaba de entender su tozudez. Mi padre que nunca había tenido un carácter retraído, apenas si hablaba a no ser para referirse al inminente conflicto de hermanos contra hermanos, vecinos contra sí mismos. La guerra siempre estaba presente en su pensamiento sin ningún distanciamiento. Recuerdo las discusiones con René al respecto, la gravedad de su gesto mientras buscaba las mejores palabras para explicarle la penosa situación en la que había tenido que dejar allí a los suyos muy en contra de su voluntad y la necesidad imperiosa de volver a por ellos. Pero nunca imaginó que no le quedaría tiempo. Posponer el enfrentamiento directo siempre es lo más fácil. Era él contra todos nosotros y sabía que teníamos razones de peso, aunque resultó ser él quien, en última instancia, la tenía toda. Pero en ese momento que se le veía roto, nos comunicó su decisión sin ningún reproche. Nunca lo olvidaré. Sopesando sus posibilidades y obligaciones, por el bien de todos, aceptó el ofrecimiento de mis tíos, para con nosotros. Él ya si viajaría a Barcelona, y de inmediato. Había temas de negocio que tenía que solventar y, además, no podía dejar sola a la abuela, su madre, a quien traería con él a su regreso a la Provenza.

“Cuida de tu madre”, me dijo momentos antes de subir al carrito tirado por caballos, que lo llevaría hasta la estación de ferrocarril. Mi madre y mi tía se quedaron llorando desconsoladas, René se despidió con un fuerte abrazo y se quedó mirando a mi padre mientras se alejaba, con la cara desencajada de preocupación. Mis tíos realmente nos querían: éramos todos una verdadera familia. Yo caminé al paso del carro mientras mi padre no dejaba de darme instrucciones respecto al comportamiento que debía tener con mis tíos y la casa. Me rogó, que no le hiciera quedar mal. Me dijo que estaba muy orgulloso de mí y que quería seguir estándolo, y en el límite de la finca, bajó del carro y me dio un abrazo que nunca olvidaré. Allí, de pie frente a mí, me dijo con tal solemnidad “te quiero hijo mío. No me olvides”, que tuve la certeza que él sabía que no nos volveríamos a ver nunca más. Erguido, giró su corpulento cuerpo sobre sus pasos, se volvió a subir al carro con decisión y siguió su camino sin volverse otra vez.

Yo regresé abatido, caminando pausadamente hasta la casa. René, mi tía y mi madre estaban otra vez en la cocina. Se oían los lloros de las mujeres y las palabras de consuelo de René… No les dije nada y me fui a mi habitación y me tiré pensativo y preocupado sobre la cama….

Hacía ya veinticinco días que se había marchado cuando recibimos una carta de manos de un transportista amigo de mi tío. Se la dio el capitán de un mercante procedente de Barcelona, que estaba atracado en el puerto de Marsella. Era de mi padre. Mi madre la abrió precipitadamente y empezó a leer en voz alta: “….Estoy ya ultimando mi trabajo en Barcelona, pero tenéis que iros, inmediatamente, antes de que el barco zarpe, a Marsella. El capitán es un íntimo amigo mío y socio. Él os entregará una maleta en la que hay un cofre con las joyas de mi madre, que son muchas, y dinero, el suficiente como para subsistir con comodidad durante mucho tiempo y para que ayudéis a René en los gastos de la casa. En la maleta también hay escrituras y otra documentación que tenéis que guardar muy bien, para poder reclamar nuestro patrimonio cuando todo esto acabe que, por cierto, no tiene pinta de terminar demasiado pronto..."

Mi madre paró su lectura y dijo con voz entrecortada: “perdonad, pero esto ahora ya es solo para mí”, y se retiró a su habitación. No pasaron ni dos minutos que oímos a mi madre llorar angustiadamente….

Mi padre era un ferviente republicano. No podía darle la espalda a los acontecimientos y se alistó en el ejército. No lo volvimos a ver. Murió en Roda de Ter, en la comarca de Osona, defendiendo sus propias convicciones.

Cuando nos informaron de la muerte de mi padre, mi madre ya estaba enferma. Hacía tiempo que había dejado de comer, nunca tenía gana. En pocos meses pasó a parecer otra. En menos de medio año no debía pesar más de 50 kilos aunque medía casi un metro setenta de altura. No lo soportó. Puedo asegurar sin temor a equivocarme, que murió de pena: sin mi padre… no quiso vivir…
...









II

      La guerra española finalizó tres años después con la victoria del dictador. Aunque al principio fue muy duro aceptar la pérdida de mis padres y la imposibilidad de volver a mi casa, y sufrí algo más que ciertos desajustes en mi nueva vida, terminé por sentirme feliz en Provenza. Había conseguido integrarme casi perfectamente en aquella forma de vivir sin sobresaltos. Era joven, estaba sano, y cuando quise darme cuenta era todo un experto en el mundo equino. Me gustaba la villa, la vida tranquila, los animales, y mis tíos siempre me trataron como al hijo que no tuvieron.  Pero Europa estaba muy revolucionada y no se sabía que podía pasar. Ahora los aires bélicos volvían con notas tormentosas en todo el continente.

    Una tarde en la que la nostalgia se apoderó de mi alma ardiente, recordé donde habíamos dejado la maleta de mi padre. Busqué en el rincón donde hacía años la guardamos mi madre y yo, y allí seguía junto al cofre con las joyas de la familia y un buen puñado de dinero que ya era inservible por republicano, además de mucha documentación que no recordaba, seguramente porque a los diecisiete años uno está más pendiente de otras cosas. Aquel hallazgo supuso una revolución en mis proyectos más inmediatos, y en los de mis tíos, pues a partir de ese instante todas las tardes en cuanto terminaban mis quehaceres en casa René, me cerraba en la biblioteca a revisar concienzudamente cada uno de los documentos encontrados, que resultaron ser la mayoría  testigos mudos del patrimonio que mi padre había dejado en la España que le había robado la vida. Aunque era joven e impaciente, no tomé ninguna decisión de inmediato porque sabía que aquello iba a cambiar el rumbo de mi vida, y a romper el corazón de mi tía Cristal, pero todos sabíamos que ya solo era cuestión de tiempo.

    Una noche, René me llamó al salón después de cenar muy serio. Allí estaba también mi tía con una copa de coñac en la mano, que no sé porqué me hizo recordar aquella mañana en la cocina. Me ofreció algo para beber, y acepté sin preferencias. Antes de sentarse, mi tía sirvió una copa doble a René, que se quedó junto a Cristal, y me pidió que me sentara en un tono tan severo que me conmovió. No dio muchos rodeos y sin mucha dilación me dijo que ya era hora de que me fuera a Barcelona a reclamar lo que era mío. Mi tía, que se había sentado frente a mí, asintió con la cara llena de lágrimas, pero decidida a dejarme ir. Sabía que mi destino me esperaba allí y que Francia no tardaría en entrar en guerra. En Cataluña estaría a salvo porque ningún hombre que amase su patria por muy loco que estuviera consentiría que su nación entrara en otra confrontación mientras todavía apenas tenía fuerza suficiente para lamerse sus propias heridas.
    La conversación duró hasta bien entrada la noche, y en ella mis tíos además de demostrarme su agradecimiento me comunicaron sus intenciones de nombrarme su heredero. Definitivamente había sido para ellos un hijo. Intentaron consolarme convenciéndome de que estarían bien y me informaron que iban a venir, a instalarse en la casa, unos parientes de René, para ayudarles. Yo prometí regresar para llevarlos conmigo en cuanto estuviera instalado en Barcelona. Mi tío sonrió y me dijo emocionado que era digno hijo de mi padre. A los dos días, estaba saliendo para Barcelona.




III

     Mi padre me había dejado un buen patrimonio, tanto en Barcelona como en otros lugares. Junto a una de las viejas pero vigentes escrituras encontré también una libreta encuadernada en piel a la que no presté especial atención hasta que volví a España, en la que se indicaba que mi padre, y yo, claro, éramos descendientes de una rama del Conde Arnau, aquel conde maldecido y excomulgado, del que la leyenda cuenta que cabalga por las noches por el cielo del Lluçanés, en un carro de fuego tirado por perros, cuyos gritos y aullidos resuenan por toda la comarca… Me hizo gracia pero casi me olvidé, dejando estos escritos para revisar en otra ocasión y, me dediqué, en cuerpo y alma, a levantar de nuevo el taller de confección en piel de mi padre. 

   El negocio prosperó no sin dificultades dada mi falta de experiencia en el sector. Pero recordé que nada se consigue sin esfuerzo y perdí el miedo. Luego aprovechando la situación internacional conseguí volver a poner en marcha sobre las antiguas bases de mi padre las manufacturas. Recuperé muchos de los antiguos empleados y tuve la suerte de dar con  encargados excelentes con lo que el negocio iba “viento en popa” mucho antes de lo previsto.
    Cuando ya me sentí fuerte en mi nueva situación empecé a mover los hilos para cumplir la promesa que años antes les había hecho a mis tíos. Hacía tiempo ya que no tenía noticias suyas, pero confiaba que ellos estuvieran a salvo. Era buena gente a la que todos apreciaban, y aunque las noticias que me llegaban de la Provenza no eran alentadoras, nunca perdí la esperanza de dar con ellos. Solo sabía que casa René había sido ocupada por tropas alemanas, pero ellos ya la habían abandonado meses antes. Las últimas noticias que me llegaron de ellos era que estaban bien, en las cercanías de Marsella junto a una joven sobrina que había perdido a sus padres en uno de los ataques aéreos a Burdeos. Yo no cejé en mi búsqueda, y aunque no había referencias, nunca abandoné mis propósitos. Cuando la cuestión así lo merece sé ser insistente y paciente, muy paciente. No me rindo nunca.

    Por lo demás, mi vida transcurría con normalidad. Sin grandes aspiraciones, ni necesidades. Vivía por y para mi trabajo. Muchos me aconsejaban que me casara, pero yo no sentía esa necesidad. Me estaba convirtiendo en una de esas personas que se cierran en sí mismas y en su empresa como si ésta fuera su verdadera casa. Vivía planificando continuas mejoras en la equipación, milimetrando cada posibilidad del negocio no solo para procurarme más beneficios, económicamente hablando, sino para que la prosperidad de mi industria también repercutiera en las vidas de los que formaban mi cuasi familia, social, pero única familia. Le dedicaba todas las horas del día, y parte de la noche, y no quería ni oír hablar de otro tipo de casamientos.

    Una noche de enero que regresaba a casa andando como acostumbraba, me pilló un fuerte aguacero que me empapó por completo. Hacía mucho frío y no conseguí quitarme en toda la noche la desagradable sensación de estar calado hasta los huesos, ni aun llenando la cama de mantas, pero no le di mayor importancia. No me sentí bien los días siguientes pero continué con mis actividades habituales, incluido el paseo nocturno hasta mi domicilio. Pensé que tan solo me había resfriado, y cuando quise darme cuenta me estaba recuperando de una pulmonía que me mantuvo en cama con altas fiebres durante más de quince días, y que por muy poco no acabó conmigo. Poco recuerdo de aquellos días que pasé encamado, pero lo que sí recuerdo es que cuando empecé a levantarme me encontraba tan débil que el Doctor Puig, antiguo amigo de mi padre, me recomendó unos días de reposo. Según su consejo, era imprescindible que descansara y me alimentara bien ya que, una recaída, en mi estado, podría ser peligrosa. Estaba realmente preocupado por mi salud y me lo dijo tan seriamente y con tal tono de reproche paterno, que no opuse objeción alguna. Supuse que encontraba mi actitud similar a la que habría tenido el hijo que perdió prematuramente en el frente. Imagino que intentaba meterme el miedo en el cuerpo para que yo siguiera sus consejos, pero si sus ojos hubieran sido los de antaño, habría sabido de inmediato que no era necesario, pues me sentía realmente enfermo. Pero yo, no dije nada y le dejé hacer. Para algo había sido uno de los más queridos amigos de mi padre.

IV


Por aquel entonces ya había finalizado hacia tiempo la guerra en Europa. Hitler había caído bajo el peso de los aliados y los comunistas y Berlín, dividido en dos, sufría su suerte con germana resignación. Desde hacía muchos meses, yo ya tenía alojados en una propiedad mía, en un pueblo cercano a los Pirineos de Girona, a mis tíos René y Cristal, quienes se habían ido acercando desde Provenza en cuanto entraron los alemanes en Francia, pues mi tío René era judío-cristiano, francés, pero al fin y al cabo judío. Yo no lo sabía, nunca lo dijeron a nadie, pero creo que eso fue, justo, lo que los salvó.

Después de unos días de convalecencia en casa, pensé que aquél era un buen, un inmejorable momento para visitarlos, ya que, a la vez, podría verlos, descansar, recuperarme y saber de una vez de por todas qué finca se escrituraba en aquellos antiguos documentos en los que se nos relacionaba con el mítico Conde Arnau.

Salí de Barcelona en un Stromber negro, un hermoso taxi que vino del Lluçanés a buscarme, y que me habían recomendado para hacer un viaje de aquellas características, pues el conductor y dueño del mismo, era muy buen conocedor de la ruta que debíamos seguir. Lo alquilé para que estuviera conmigo tanto tiempo como lo necesitara. Aunque yo pensé que lo tendría a mi servicio unos diez días, resultó luego ser mucho más.
Estábamos ya cerca del Lluçanés, tenía hambre y le dije al chofer que parara para comer. En el restaurante, pequeño pero acogedor, había dos chicas jóvenes que resultaron ser de Provenza. Eran muy simpáticas y agradables. Después de unas cortas presentaciones que resultaron muy alentadoras me permitieron que me sentara con ellas. Me contaron que habían venido a ver a unos parientes y, hablando de cosas banales y riendo con las chicas, se pasó el rato de tal manera que cuando quise darme cuenta se hicieron las seis de la tarde, ya noche cerrada.
Marlene y Ellen, que así resultó que se llamaban las dos jóvenes, dijeron que tenían que regresar. Estaban alojadas en casa de unos parientes de una de ellas que vivían en un pueblecito cercano, y no querían que se preocupasen por ellas. Se había hecho un poco tarde. Acepté la situación no sin un poco de fastidio, pues no solía tener momentos como aquellos habitualmente, pero también yo debía reemprender el camino. Le di dos besos en las mejillas a Ellen, pero cuando se los fui a dar a Marlene, sin querer, nuestros labios se rozaron. Fue un levísimo contacto, pero la sensación que me produjo fue tan agradable que me di cuenta de inmediato que aquella chica me gustaba. Pero ellas debían marcharse, y yo también. Y así nos despedimos. Y tal vez fuese mejor así.


El chofer, conocido por el diminutivo de Fernando “Nando”, un hombre que resultó ser verdaderamente campechano y servicial y nada entrometido, se había pasado la tarde durmiendo en un sillón delante la chimenea. Como se le veía satisfecho y despejado, pensé que no habría problema alguno para reemprender el camino aunque ya hubiera oscurecido hacía un buen rato. Nando era un conductor experimentado y prudente, y no puso objeciones en que retomáramos la ruta a esas horas. Me aseguró que conocía perfectamente el lugar a donde nos dirigíamos y que las condiciones no parecían malas, así que mientras él conducía tranquilamente yo rememoraba la conversación mantenida con las dos chicas, o más bien me recreaba recordando la punzada que me había causado el roce de los jugosos labios de Marlene, o cómo se le marcaban los pechos debajo la blusa, incluso el movimiento de sus nalgas al marcharse… Un brusco movimiento causado por un golpe de volante, rompió de golpe el embeleso de mis pensamientos. Nando aflojó la marcha y me dijo que pararía en el primer hospedaje que encontrara ya que, cada vez, la carretera estaba más helada. No había necesidad alguna de arriesgarse así que, por supuesto, estuve de inmediato de acuerdo con él.


    Llegamos a un pueblecito que no debía tener más de 200 habitantes, pero en el que había un hotelito, antiguo y sencillo, pero, a la vez, limpio y acogedor. La señora que nos atendió, que resultó ser la dueña, era toda amabilidad.









Mi habitación era bastante amplia y tenía un gran ventanal desde el que, al día siguiente, descubriría tenía una vista maravillosa. Nando se aseguró preguntando a la señora, si íbamos bien para la casa Roldors, la señora se lo miró con cara de sorpresa preguntando:
-¿A casa Roldors van ustedes? -Nando respondió afirmativamente y señalándome con el dedo dijo –Si.  Este señor que ven aquí, el señor Joan, es el dueño. Faltó poco para que la señora se desplomara. Nos dijo que ella era la que tenía la llave de la casa. Que era la encargada de mantenerla limpia y en condiciones, pero que cada día le costaba más encontrar personas que quisieran ir allí a limpiarla, pues no se atrevían. Al preguntar el porqué, nos dijo: -La gente de pueblo es muy supersticiosa… La casa queda como muy sola. Les da miedo… A excepción del Sr. José, que es quien se cuida de mantener un poco decente el jardín y de Isabel… -dijo- Si no hubiera sido por ellos no sé cómo lo hubiera hecho para cuidar de una mansión tan grande – y añadió también no sin cierto secretismo- Desde la muerte del señor de la casa, no sabía quién me lo enviaba, pero cada mes recibo dinero para sufragar los gastos de mantenimiento. Le tuve que aclarar que el señor de la casa, título que a mí me sonó muy grandilocuente, era mi padre, y que, yo era, quien, desde su muerte, le enviaba el dinero. Ella sonrió satisfecha.
Cené frugalmente. Después de lo que había comido y las copas de la sobremesa en el restaurante con las chicas, no tenía mucha hambre, y me retiré seguidamente a mi habitación. Al fin y al cabo, yo estaba allí para descansar por recomendación facultativa, y no para más chácharas.

Al día siguiente me desperté pronto y con hambre. Me levanté y abrí las contraventanas: no me había equivocado. Ante mí se abría un paisaje maravilloso. Los primeros rayos de sol empezaban a relumbrar tímidamente en las montañas teñidas de blanco, y un inmenso, un inabarcable prado se extendía ante mis ojos, verde y magnifico. Allí, a unos pocos kilómetros de distancia se divisaba sobresaliendo de los árboles, orgullosa, la parte alta de una gran masía solariega, y desperdigadas por aquellos hermosos campos, se veían seis o siete casas de campo de aspecto más humilde pero no menos consistentes. Recuerdo que pensé, esta buena señora me ha acertado la habitación…
Bajé por las escaleras hasta el pequeño comedor del hotel reanimado. Una joven a la que apenas miré, me dijo “pase usted al comedor que enseguida le sirvo”. Me senté en la primera mesa que vi libre. Tenía hambre, y lo que era más raro en mí algo me perturbaba: estaba nervioso e impaciente. Lié y encendí un cigarrillo para calmar mi ansiedad, y no le había dado ni tres caladas cuando la chica entró portando una bandeja con café y leche, se acercó, me llenó la taza dejando la cafetera y la lechera y un periódico en la mesa. Esbocé un rutinario “gracias” y empecé a ojear distraído la prensa que resultó ser del día anterior. “No se merecen” contestó la chica algo nerviosa. Volvió a salir deprisa, para entrar de nuevo casi inmediatamente con otra bandeja con pan recién hecho, embutidos, mantequilla, mermelada y unos bollos que resultaron deliciosos. Era una joven despierta y muy activa, lo que me agrado. He de confesar que más que comer devoré mientras, de cuando en cuando, notaba que la chica me miraba tímidamente esbozando una sonrisa de complacencia: parecía que disfrutara más ella viéndome comer que yo comiendo.
Cuando terminé, salí a que me tocara el aire y a observar el paisaje más detenidamente, pues desde mi habitación que estaba situada en la parte posterior del hotel, mirando al este, ya había comprobado que había un sol radiante y unas vistas magnificas. El sol me daba de lleno, pero hacía un frío intenso. La brisa, aunque ligera, azotó de inmediato mi cara con su lengua helada, pero yo me encontraba bien. Sentía en mí renovarse por momentos las fuerzas perdidas por aquella maldita pulmonía. Volvía a ser casi, casi yo….
Se oyó el rugir de un motor y apareció Nando con su flamante Strombert, acompañado de la señora Ángeles, la dueña del hotel y me dijo: “Señor Joan, si lo desea nos podemos llegar ahora mismo a la casa Roldors, vaya…, a su casa”. Con una sonrisa subí al coche. El trato que aquella mujer me dispensaba me hacía gracia. Parecía una buena mujer, algo supersticiosa, pero agradable.
Salimos de nuevo al camino dirección norte, no habíamos andado quinientos metros cuando Nando giró a la izquierda entrando en un camino un poquitín más estrecho, también de tierra batida, y se dirigió directo al oeste. Circulamos unos tres kilómetros más en esa vía, para luego desviarse por un camino a la derecha que seguía casi en paralelo al principal. Pasamos entre dos grandes pilares de granito que servían de entrada a la finca. Las puertas de forja estaban abiertas y seguimos por un camino cuidado, delimitado, a ambos lados, por dos interminables hileras de grandes cipreses, que debían de haber sido sembrados en tiempos inmemoriales a la vista de sus gruesos y rugosos troncos. La luz de la mañana que se colaba entre sus impresionantes copas hacía crecer la expectación que aquel recorrido interminable había ido forjando en mí. Por fin llegamos a una gran explanada ajardinada, donde se erigía majestuosa la Casa Roldors: era imponente e inmensa. Desde el primer momento quedé impresionado ante su grandiosidad. Aquello no era simplemente una mansión en la que se podía albergar a un ejército, sino mucho más. A medida que nos aproximábamos intuí que detrás de sus soberbios muros había muchas respuestas esperándome.






V

La señora Ángeles fue la primera en romper el silencio.  Mi desconcierto debía ser tan notorio en esos instantes, que no pudo reprimir una leve sonrisa de satisfacción. Con una  naturalidad aplastante que solo podían tener los lugareños acostumbrados a semejante construcción, se apresuró a decirme: “Pues bien señor Joan, aquí está la casa de sus antepasados”. Yo estaba mudo de asombro. Ante aquella fortaleza y oyendo las palabras de aquella sencilla mujer, sufrí una mezcla de sensaciones, entre sorpresa, admiración, orgullo, agradecimiento… La mañana era clara, radiante, esperanzadora, pero la atmosfera que envolvía la casa me heló la sangre.
    Salí del coche despacio, y me quedé un buen rato de pie observando la mansión y sus alrededores. Por lo visto no había hecho bien en olvidarme casi de informarme de todo lo referente a la finca Roldors, a la escritura y toda la documentación heredada, antes de llegarme hasta ella. Ni en sueños hubiera osado imaginarme que algo así me perteneciera.
    La señora sacó de una bolsa la llave: medía casi dos palmos, una bestialidad de llave, pero acorde al tamaño de las puertas de entrada. Ángeles le dio tres vueltas para lo que necesitó ayudarse con las dos manos. Para abrir la puerta tuvo que prestarle ayuda Nando: ella no podía con tanto peso. Entre tanto, yo me limitaba a observar. 
    La primera visión del interior de la casa me dejó casi sin respiración. La entrada era grandiosa, poco menos que una sala de baile de más de siete metros de altura. Enfrente, a unos tres metros de alto, había una especie de balconada con una balaustrada de mármol exquisita, hasta donde se accedía subiendo por unas generosas escalinatas de mármol rosa que tenía a ambos lados. Sobre el arco de la entrada destacaba el escudo de armas de los Arnau.
    Estupefacto, subí las escaleras en silencio. Desde ahí se accedía a las habitaciones por un amplio pasillo. La más pequeña de ellas no media menos de cuarenta metros cuadrados y había como veinte habitaciones en cada una de las alas. Al final de cada uno de los pasillos, se accedía a otras escaleras, menos ostentosas pero también  amplias, que daban a la tercera planta, donde había más habitaciones y otro sin fin de estancias cuyo uso me estaba por delimitar. En una de ellas, que llamó mi atención especialmente, había una escalera de caracol que daba a la parte más alta de la casa. Aquello ya a primera vista era un mundo por descubrir: y asi era efectivamente. Allí había tal cantidad de enseres, herramientas, baúles, muebles antiguos…, tal cúmulo de bártulos muestra de la larga y gran historia que encerraba aquella mansión, que enseguida supe que haría mío cada rincón de aquella maravilla costase lo que costase.
    La casa resultó que también tenía unos sótanos y unas bodegas increíbles por sus dimensiones y cachivaches, llenos de pasadizos interminables construidos, seguramente, en la época del apogeo del señorío, para ocultar bienes y defenderse de cualquier ataque, y que habían disimulado abriendo en la piedra armarios y corredores en los que mentalmente reviví el ajetreo, el movimiento y el trabajo que se debió realizar allí en otras épocas, desde hacía muchos siglos.

    Me sentí algo aliviado cuando Ángeles me devolvió a la realidad y me dijo: “Sr. Joan, ahora déjeme mostrarle lo mejor y más espectacular de esta casa”. No había reparado en que nos encontrábamos de nuevo en la entrada. La puerta entreabierta dejaba colarse la luz del sol en aquella espectacular sala. Desde luego aquella casa era magnifica. Nada más entrar, a la izquierda, me mostró que había otro pasillo de unos cuatro metros de ancho que llegaba hasta el final de aquella construcción rectangular. El corredor daba primero al comedor, del que para hacerse una ligera idea solo diré que su mesa, medía más de quince metros de largo por no menos de tres de anchura, y el resto de su mobiliario era igual de espectacular. Después del comedor estaba la cocina: jamás había visto cosa igual, inimaginable por su envergadura, pero obsoleta por lo antigua. A esas estancias seguían otro puñado más de habitaciones que sirvieron en su día de despensa, de almacén y, me imagino yo, que de algunas otras cosas más.
    Ángeles me guardaba la gran sorpresa para el final. Podría haberla elegido para empezar, pero me la reservó como plato fuerte. Y acertó por completo. Estábamos de nuevo en la misma entrada vetusta e impoluta que anunciaba inequívoca la majestuosidad de la masía, bajo el señorial escudo de armas  de mi familia, pero esta vez me pidió con una solemnidad que me sorprendió que accediéramos al ala derecha de la casa por otra puerta. Por el hueco de un hermosísimo gran portón mal cerrado que ya había llamado mi atención, vi, maravillado, sobre un libro de Plinio que descansaba olvidado sobre una butaca roída por el tiempo, un lente posiblemente plagiado a León X. Entramos, dejando atrás las demás estancias, hasta en mi memoria más reciente. Al contemplar aquello Nando me tuvo que sujetar para que no me desmayara. Era la biblioteca. Con una mesa un poco más estrecha, pero más larga aún que la del comedor; con tres mesas de despacho en el fondo; con ocho butacas colocadas estratégicamente frente a una chimenea de tres metros de anchura, donde parecían poderse quemar árboles enteros, y rodeada, toda la estancia, de cuatro hileras de vitrinas empotradas una junto a la otra, que aunque no llegaban hasta un techo abovedado de una altura de cuatro metros o más, superaban con facilidad la altura de un hombre; estanterías abarrotadas de libros de todos los tamaños y orígenes -allí había miles, millones de libros hubiera dicho a simple vista…. Más tarde, cuando ordené hacer recuento, descubrí que solo había una colección de ciento diecisiete mil volúmenes. Historia, arte, religión, literatura, filosofía… Podría pasarme el resto de mi vida y no conseguiría ni leer la mitad de lo que allí se guardaba-. Habían colgados con cadenas desde el techo, cinco grandes candelabros para iluminar suficientemente toda la sala, y lámparas de pie en los rincones más propicios a la lectura. Se aprovechaba la luz del día ganando diez ventanales situados en la parte superior derecha, a dos metros y medio del suelo, custodiados todos ellos por las vitrinas que contenían parte de la monumental biblioteca. Indagué discretamente en aquellos que estaban allí conmigo sin conseguir ningún dato de interés más que, en la parte izquierda, al final de la sala, se decía que había una puerta medio disimulada que daba a una gran habitación, que era la que decían que normalmente utilizaban mis antepasados para sus cosas. Toda aquella zona era la parte más privada de la masía, de uso exclusivo de los dueños y solamente a ellos no les quedaba vedado el secreto. Quizá allí fuese donde se guardaban los más íntimos enigmas de la familia, señaló con más acierto del que nunca hubiese imaginado la señora Ángeles...
    Hice memoria, esforzándome al máximo, por recordar si mi padre me había hablado alguna vez de asuntos que tuviesen relación alguna con mi familia y esta finca pero no lo recordaba. Hurgué en mi memoria, milímetro a milímetro, pero nada. Esto me inquietó, pero soy hombre paciente y pensé que ya más tarde encontraría con más sosiego alguna respuesta que me satisfaciera.
   
 Felicité a la señora Ángeles. Le dije que no me extrañaba que algunas personas no quisieran trabajar allí por sus dimensiones: era mucho el trabajo que requería la casa para mantenerla en aquel magnífico estado de conservación y limpieza. Ordené a Nando que entrara leña en cantidad, cosa que hizo con la ayuda del jardinero. A la Sra. Ángeles le pedí que me trajera provisiones para pasar unos días en la mansión. No deseaba regresar al hostal, quería revisar aquella inmensa casa, hacer mía la biblioteca, revisar la documentación de la finca, gozar de la sensación de ser el dueño de un lugar tan cargado de historia.
    Nando dijo que prefería dormir en el hotel. La señora Ángeles se quedó mirándome con cara de asombro, pero José, el jardinero, dirigiéndose a mí con mucho respeto, casi timidez, me recomendó que no me quedara solo en la casa. Su voz se entrecortaba al decírmelo, como si tuviera miedo de alguna cosa… Le pregunté porque me decía que no me quedara y, aún mas asustado me contestó que a veces, por la noche, se oían ruidos muy extraños y que todos decían que en la casa habitaban fantasmas… Me puse a reír sin contemplaciones, les dije que no se preocuparan por burdas supersticiones y que cumplieran lo que les había pedido. Estaba decidido a quedarme en Casa Roldors, en mi casa, durante unos días.






VI

Cuando todos se hubieron marchado, salí fuera y paseé deambulando por los alrededores un buen rato hasta que el viento que había reemplazado a la brisa enfrío mi ánimo. Todo era muy hermoso. Aunque una atmosfera turbadora circundaba la casa, disfruté con cada uno de mis nuevos descubrimientos. Desacostumbrado como estaba a gozar de tiempo ocioso empecé a preocuparme por las cosas que allí se podrían hacer. Organizador y expectante también reparé en otras construcciones más modestas, pero aquello era un palacio en el que me alegró descubrir unas antiguas caballerizas, que con poco esfuerzo y desembolso, se podían utilizar de nuevo. De inmediato pensé en traer caballos de Provenza para criarlos, como hacía mi tío René.
A unos doscientos metros de la construcción principal había una laguna de considerables dimensiones, rodeada de hermosos arboles entre los que destacaban unos vetustos sauces llorones. Al otro lado, se abría un pequeño bosquecillo de robles y encinas. En el estanque desembocaba un pequeño riachuelo deshilachado que nunca iría a parar a la mar. Sobre el pequeño pero antiguo puente románico que lo cruzaba, respiré el olor inmemorial de la tierra acre. Aquel era un lugar único detenido en el tiempo. Y era mío.
Una ráfaga de aire helado irrumpió amenazante, y devolvió a mis pulmones la memoria cercana de su convalecencia. Era un frío intenso, cadencioso y musical que me hizo regresar a la casa pensando cuán autentica y cuán honda era mi soledad.
La señora Ángeles y Nando no tardaron en regresar con el coche lleno de diversos víveres y viandas, algunas bebidas y otras cosas que se apresuraron en colocar y ordenar en la despensa, así como ropa de cama y abundantes mantas, pues estaba claro que la señora Ángeles estaba en todo. La casa ya iba caldeándose después de una ardua lucha para que las primeras ramas ardieran a tropezones. Yo me notaba cansado, no en balde estaba allí para recomponer mi mermada salud. Al verme ensimismado delante de la chimenea estirando hacia las llamas mis manos transparentes lanzó un suspiro inquieto y empezó a porfiar con los peligros del frío. Replicó en tono maternal que no había ningún problema si prefería hospedarme en el hotel, pero no insistió en las incomodidades de la gran casona. Volvió a la cocina y me dejó hacer en la biblioteca.
Dejé que el tiempo continuase entre las escaramuzas del fuego y las vitrinas de los incunables. La lectura de un voluminoso libro sobre heráldica me acompañó gran parte del mediodía, y para cuando me sirvieron una buena ración de pollo asado que se trajeron de la cocina del hotel, en una de las mesas de la biblioteca, con una botella de agua, otra de un buen vino tinto y otra botella de ron, yo ya estaba plenamente convencido de quedarme. Me lo dejaron preparado al detalle y una vez terminaron, me preguntaron si necesitaba algo más, pues querían regresarse todos de inmediato. Les dije “no hay problema, se pueden marchar”, casi sin levantar la vista del libro que me resultaba cada vez más interesante.
Oí displicente como Nando arrancaba el motor del coche y como se alejaba entre acelerones entrecortados. En unos instantes quedé solo, en el más absoluto silencio. Esta es la tranquilidad que realmente necesito, pensé sin originalidad. Solamente se escuchaba el chispeo de la madera al quemarse y el desplante del áspero papel al roce de mis dedos.






Aunque no recuerdo qué hora era, para mi estomago sin duda se había hecho tarde: tenía un hambre atroz. Me senté delante del pollo, que aunque ya estaba frío estaba muy bueno, y di buena cuenta de él entre trago y trago de vino. Cada vez me iba sintiendo más en mi casa. Después me tomé un café con un buen chorro de ron: la Sra. Ángeles había pensado en todo.
Me sentía satisfecho y me dirigí otra vez al lado de la mesa donde dejé el libro abierto en el punto donde lo había abandonado, sin olvidarme de la botella de ron ni de la copa que estaba apurando y a la que le eché otro buen chorro de licor.
Al mirar el libro me quedé sorprendido: parecía como si alguien lo hubiera ojeado mientras yo comía. Las páginas que mostraba no eran las mismas donde lo dejé. No era posible. En principio pensé que aquel ron debía ser más fuerte de lo que parecía, pero que en aquel punto fuera donde estaba escrito el origen de mi estirpe y nuestro árbol genealógico tampoco ayudaba a sacarme cuanto menos de mi asombro. Estaba estupefacto. Llegué a pensar que alguien me estaba gastando una broma. Alguien habría entrado en la biblioteca mientras yo comía sin que yo me diera cuenta. Pero no. No era posible. Yo seguía estando solo y nadie había entrado allí...
Me quedé un rato observando el libro, sin ni siquiera leer, intentando que mi mente asimilara aquel hecho tan extraño… Casi inconscientemente, fui volteando las páginas una a una, retrocediendo, hasta llegar al punto donde yo lo había dejado, pero no fui capaz de reemprender la lectura. Apuré la copa de ron y me serví otra que fui bebiendo a pequeños sorbos mientras me fumaba un cigarrillo, observando al mismo tiempo el crepitar de las llamas, sentado en un sillón frente la chimenea, aturdido. Me sentía cansado, pero no decidí irme a la cama pues pensé que me helaría en la habitación.
Estuve así un buen rato; sin que yo me diera cuenta el ron había desemponzoñado mi discernimiento hasta distraerme de mi anterior inquietud. Dejó de preocuparme el episodio del libro. Aquello habría sido seguramente fruto de mi aprensión en aquella casa. Había que desterrar esas estúpidas sensaciones.