LA PROEZA DE VIVIR

LA PROEZA DE VIVIR
Mira siempre con los ojos del niño que fuiste

sábado, 8 de mayo de 2010

SIN TITULO POR EL MOMENTO...


II

      La guerra española finalizó tres años después con la victoria del dictador. Aunque al principio fue muy duro aceptar la pérdida de mis padres y la imposibilidad de volver a mi casa, y sufrí algo más que ciertos desajustes en mi nueva vida, terminé por sentirme feliz en Provenza. Había conseguido integrarme casi perfectamente en aquella forma de vivir sin sobresaltos. Era joven, estaba sano, y cuando quise darme cuenta era todo un experto en el mundo equino. Me gustaba la villa, la vida tranquila, los animales, y mis tíos siempre me trataron como al hijo que no tuvieron.  Pero Europa estaba muy revolucionada y no se sabía que podía pasar. Ahora los aires bélicos volvían con notas tormentosas en todo el continente.

    Una tarde en la que la nostalgia se apoderó de mi alma ardiente, recordé donde habíamos dejado la maleta de mi padre. Busqué en el rincón donde hacía años la guardamos mi madre y yo, y allí seguía junto al cofre con las joyas de la familia y un buen puñado de dinero que ya era inservible por republicano, además de mucha documentación que no recordaba, seguramente porque a los diecisiete años uno está más pendiente de otras cosas. Aquel hallazgo supuso una revolución en mis proyectos más inmediatos, y en los de mis tíos, pues a partir de ese instante todas las tardes en cuanto terminaban mis quehaceres en casa René, me cerraba en la biblioteca a revisar concienzudamente cada uno de los documentos encontrados, que resultaron ser la mayoría  testigos mudos del patrimonio que mi padre había dejado en la España que le había robado la vida. Aunque era joven e impaciente, no tomé ninguna decisión de inmediato porque sabía que aquello iba a cambiar el rumbo de mi vida, y a romper el corazón de mi tía Cristal, pero todos sabíamos que ya solo era cuestión de tiempo.

    Una noche, René me llamó al salón después de cenar muy serio. Allí estaba también mi tía con una copa de coñac en la mano, que no sé porqué me hizo recordar aquella mañana en la cocina. Me ofreció algo para beber, y acepté sin preferencias. Antes de sentarse, mi tía sirvió una copa doble a René, que se quedó junto a Cristal, y me pidió que me sentara en un tono tan severo que me conmovió. No dio muchos rodeos y sin mucha dilación me dijo que ya era hora de que me fuera a Barcelona a reclamar lo que era mío. Mi tía, que se había sentado frente a mí, asintió con la cara llena de lágrimas, pero decidida a dejarme ir. Sabía que mi destino me esperaba allí y que Francia no tardaría en entrar en guerra. En Cataluña estaría a salvo porque ningún hombre que amase su patria por muy loco que estuviera consentiría que su nación entrara en otra confrontación mientras todavía apenas tenía fuerza suficiente para lamerse sus propias heridas.
    La conversación duró hasta bien entrada la noche, y en ella mis tíos además de demostrarme su agradecimiento me comunicaron sus intenciones de nombrarme su heredero. Definitivamente había sido para ellos un hijo. Intentaron consolarme convenciéndome de que estarían bien y me informaron que iban a venir, a instalarse en la casa, unos parientes de René, para ayudarles. Yo prometí regresar para llevarlos conmigo en cuanto estuviera instalado en Barcelona. Mi tío sonrió y me dijo emocionado que era digno hijo de mi padre. A los dos días, estaba saliendo para Barcelona.