LA PROEZA DE VIVIR

LA PROEZA DE VIVIR
Mira siempre con los ojos del niño que fuiste

sábado, 15 de mayo de 2010

SIN TITULO POR EL MOMENTO...
















III

     Mi padre me había dejado un buen patrimonio, tanto en Barcelona como en otros lugares. Junto a una de las viejas pero vigentes escrituras encontré también una libreta encuadernada en piel a la que no presté especial atención hasta que volví a España, en la que se indicaba que mi padre, y yo, claro, éramos descendientes de una rama del Conde Arnau, aquel conde maldecido y excomulgado, del que la leyenda cuenta que cabalga por las noches por el cielo del Lluçanés, en un carro de fuego tirado por perros, cuyos gritos y aullidos resuenan por toda la comarca… Me hizo gracia pero casi me olvidé, dejando estos escritos para revisar en otra ocasión y, me dediqué, en cuerpo y alma, a levantar de nuevo el taller de confección en piel de mi padre. 

   El negocio prosperó no sin dificultades dada mi falta de experiencia en el sector. Pero recordé que nada se consigue sin esfuerzo y perdí el miedo. Luego aprovechando la situación internacional conseguí volver a poner en marcha sobre las antiguas bases de mi padre las manufacturas. Recuperé muchos de los antiguos empleados y tuve la suerte de dar con  encargados excelentes con lo que el negocio iba “viento en popa” mucho antes de lo previsto.
    Cuando ya me sentí fuerte en mi nueva situación empecé a mover los hilos para cumplir la promesa que años antes les había hecho a mis tíos. Hacía tiempo ya que no tenía noticias suyas, pero confiaba que ellos estuvieran a salvo. Era buena gente a la que todos apreciaban, y aunque las noticias que me llegaban de la Provenza no eran alentadoras, nunca perdí la esperanza de dar con ellos. Solo sabía que casa René había sido ocupada por tropas alemanas, pero ellos ya la habían abandonado meses antes. Las últimas noticias que me llegaron de ellos era que estaban bien, en las cercanías de Marsella junto a una joven sobrina que había perdido a sus padres en uno de los ataques aéreos a Burdeos. Yo no cejé en mi búsqueda, y aunque no había referencias, nunca abandoné mis propósitos. Cuando la cuestión así lo merece sé ser insistente y paciente, muy paciente. No me rindo nunca.

    Por lo demás, mi vida transcurría con normalidad. Sin grandes aspiraciones, ni necesidades. Vivía por y para mi trabajo. Muchos me aconsejaban que me casara, pero yo no sentía esa necesidad. Me estaba convirtiendo en una de esas personas que se cierran en sí mismas y en su empresa como si ésta fuera su verdadera casa. Vivía planificando continuas mejoras en la equipación, milimetrando cada posibilidad del negocio no solo para procurarme más beneficios, económicamente hablando, sino para que la prosperidad de mi industria también repercutiera en las vidas de los que formaban mi cuasi familia, social, pero única familia. Le dedicaba todas las horas del día, y parte de la noche, y no quería ni oír hablar de otro tipo de casamientos.

    Una noche de enero que regresaba a casa andando como acostumbraba, me pilló un fuerte aguacero que me empapó por completo. Hacía mucho frío y no conseguí quitarme en toda la noche la desagradable sensación de estar calado hasta los huesos, ni aun llenando la cama de mantas, pero no le di mayor importancia. No me sentí bien los días siguientes pero continué con mis actividades habituales, incluido el paseo nocturno hasta mi domicilio. Pensé que tan solo me había resfriado, y cuando quise darme cuenta me estaba recuperando de una pulmonía que me mantuvo en cama con altas fiebres durante más de quince días, y que por muy poco no acabó conmigo. Poco recuerdo de aquellos días que pasé encamado, pero lo que sí recuerdo es que cuando empecé a levantarme me encontraba tan débil que el Doctor Puig, antiguo amigo de mi padre, me recomendó unos días de reposo. Según su consejo, era imprescindible que descansara y me alimentara bien ya que, una recaída, en mi estado, podría ser peligrosa. Estaba realmente preocupado por mi salud y me lo dijo tan seriamente y con tal tono de reproche paterno, que no opuse objeción alguna. Supuse que encontraba mi actitud similar a la que habría tenido el hijo que perdió prematuramente en el frente. Imagino que intentaba meterme el miedo en el cuerpo para que yo siguiera sus consejos, pero si sus ojos hubieran sido los de antaño, habría sabido de inmediato que no era necesario, pues me sentía realmente enfermo. Pero yo, no dije nada y le dejé hacer. Para algo había sido uno de los más queridos amigos de mi padre.


   

1 comentario:

  1. ¿vas a colgarlos a cuentagotas? No seas mala y no nos los raciones...
    Un beso

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